5 feb 2002

sahara inn

Santiago.-
La conveniencia del precio unida a las fantasías que nos despertaba el nombre, hizo que ésa y otras noches subiéramos la escala del motel con vista al Mapocho. La mujer de delantal, como si se tratara de una mucama, daba la bienvenida. El amante miró a un lado. Yo extendí mi carné de identidad; la urgencia del deseo no permitía distraerse en nimiedades.
Una vez en el cuarto comenzamos a besarnos. La voz del extranjero, profesional en estas lides, al teléfono, bastaba para despertar mi apetito. Era un hombre claro. ¿Cuándo nos vemos, linda? Nada de rodeos ni de la tradicional cueca de nuestros especímenes.
Aún no entrábamos en materia cuando tocaron a la puerta, para cobrar. El amante volvió a mirar a un lado y yo pagué, asumiendo el nuevo rol sin problemas. ¿Cortesía? Por favor. A él le encantaban esas vainas dulzonas y a mí los dulces con los que jugaba largo rato mientras seguíamos besándonos, y luego, al desnudarnos, me gustaba lamer su pene con el dulce en la boca.
Las cosas entre nosotros fluían como afuera las aguas del río. Que de vez en vez, cuando parábamos a descansar, parecíamos oír. En esos instantes la conversación variaba sobre cualquier tema, ya que éramos dos seres sin nada en común.
A veces yo me sentaba en el respaldo de la cama, así él podía penetrarme con mayor profundidad. Después rodábamos hasta llegar siempre a la misma posición. Tendida boca abajo podía sentir todo el peso de su cuerpo sobre la espalda, sus dedos recorriendo con suavidad mi clítoris como si se tratara de una flor