—What are you doing?
—What is your problem?
—I thought you were a cop or something like that
—No
Y no lo parezco para nada, con abrigo verde y gorro de lana.
Estoy frente al MOMA y tomo nota de la intimidad de ciertos personajes urbanos proyectados en las paredes. Gente que parece solitaria. Mientras fuera de pantalla los vehículos, la gente, los ruidos de Manhattan, la soledad.
Escenas íntimas y por lo mismo, conmovedoras.
Un hombre durmiendo, los detalles de su respiración levantando la colcha de la cama.
Los dedos de una mujer acariciando la superficie de una pecera, una bailarina girando inútilmente, la verticalidad de los edificios.
Doug Aitken nos obliga a levantar la vista y ver la ciudad de una forma distinta —con el mismo vértigo al que ya estamos acostumbrados—. Cierto juego con las líneas verticales, el vértigo del agua cayendo o de alguien mirándose al espejo.
La coincidencia en dos vidas paralelas, dos hombres de distintos filmes que pueden coincidir a la hora de mirar por la ventana, verse al espejo, beber agua, o simplemente estar bajo el mismo cielo. ¿Coincidencias?
No, Aitken intercala espacios y hace a distintos personajes parecer el mismo en situaciones cotidianas de un día de sus vidas. Alguien viaja en bicicleta, todo gira y nosotros —los espectadores— vemos todo girar desde el estacionamiento del MOMA. Un hombre es negro y viaja en metro. El otro es blanco y se transporta en bicicleta. Ambos parecen confundirse en la ciudad, en medio de tanto tráfico y tantos edificios. Las imágenes filmadas por Aitken en un tiempo y espacio determinado, semi ficcionadas, dialogan con espacio y tiempo reales de la vida urbana.
Del Rockefeller caen los copos de nieve proyectados en la realidad. Los taxis en la pantalla contrastan con los vehículos reales. Los relojes con nuestro propio transcurrir puesto en duda.
Arte para todos los caminantes adormecidos.
(Notas enero del 2007)