La
cuchara derrama parte de su oleaje en el piso, el pantalón, el mantel, de puros
nervios, es verdad, ante la mirada inquisidora que vigila la mano cuchareando
entre mariscos en la paila de greda, llevándoselos a la boca con un resto de
caldo endemoniado, saboreándose no del caldo, ni de las lenguas sonrosadas o de
las conchas entreabiertas, de los ojos alargados que con disimulo miran y la
boca tiene hambre para devorar esa sopa, la otra y la mano entera del que come
y vigila de soslayo, su boca, que finge no tener tanto apetito de la carne
trémula que a su lado tiembla entre limones, pebres y sopa, esperando una
mascada.
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