7 abr 2012

Sala de espera





Llego puntualmente cada día.

Me quito el abrigo, miro mi rostro en el espejo.

Debo guardar silencio y pensar en lo que he hecho mal y por qué.

Por qué estas piedras son tan pesadas.

Mi torturadora (tía) no llega hasta las 6 de la tarde.

Me deja viendo televisión junto al muñeco

(tiene la vista perdida y mira al cielo como si rezara).

Para limpiarme, dice mi tía, de los malos pensamientos.

Si está aburrida por las tardes arroja dardos y tenedores contra la pared.

Por poco me da en un ojo.

Una vez al año limpia la alfombra de vaca. Hay que sacarla afuera y barrer hasta la extenuación. Para peor, los polvos y partículas le dan alergia. Tose como tuberculosa, prende velas, se afana en coser los objetos con que después me martiriza. (No son piedras, son pesos de metal para colgárselos al cuello). Aguante Santa Rosa de Lima, invoca.

*

El tiempo pasa lento aquí. Y no porque el reloj esté detenido. A veces alguien asoma y pregunta algo. Me siento como una obra, pero viva. No pictures allowed. Parte del tratamiento del terapeuta consiste en dejarnos horas en esta sala para analizar lo que sentimos al ser observados por el público. El paciente, uno, se sienta, y él toma nota.

Recién debe haber venido. Dejó el cigarro apagado y una moneda de 25 centavos. Cómo si con eso fuera a tentarnos, o con los clavos. Alfileres enterrados en la pared, navajas dejadas como por descuido sobre la mesa, tijeras. Puras imágenes filosas como el miedo a perder un órgano o a ser castrados. No sé lo que irá a hacer el doctor (torturador/terapeuta/tía) esta vez. Temo que llene mi piel de alfileres cuando pida que me relaje. Se sienten los pasos de otros secuaces y cómplices. La goma de sus calzados pegándose y despegándose del piso. Con sumo cuidado. La tía gustaba de tejer al crochet y amarrarme a la silla para que yo no anduviera revolviendo en sus inmundicias. Después de mortificarme rezábamos el rosario. Me gustaba cómo las palabras se nos atropellaban en la boca. Después no; le perdí el gusto.

Al muñeco lo quemaron para año nuevo. Les debe haber dolido. Más me dolió a mí. Gasolina, fuego y ya. Se borra la memoria, se borran los traumas. Un mundo de espejos sería mejor, como en el circo. Sin esos instrumentos horrendos. Y asfixiantes. Desearía estar en el Metropolitan, en el templo egipcio que se robaron los gringos, o en el MOMA, en vez de en este laberinto de seres freak y frascos vacíos o con líquidos infestos.

Mi amigo el guardia se entretiene contando sus pasos para un lado y para el otro. Es como un reloj. Me hipnotizan sus pasos y caigo dormida otra vez. La tía me amarraba a la silla con su cinturón viejo. Con un cepillo de dientes de metal me peinaba. Auch!, cómo dolía. Después se ponía a bordar mientras veíamos televisión. Era un ambiente de silencio monástico y apocalíptico, le cuento al terapeuta para que él analice esos sueños tan extraños y vívidos en que caigo en el sillón de su sala de espera, rendida.

Los visitantes me observan dormir. Qué más voy a hacer. El muñeco habla sólo cuando duermo. Al despertar me pregunto dónde estoy. El sueño es mejor que la realidad. No sé si seguir esperando. Soy una obra que estornuda, escribe, cierra los ojos, ronca. Ellos miran asomados a la cortina, se alejan.

Cuando cierro los ojos estoy en una granja, siendo sometida a pruebas mortificantes. Cuando los abro vuelvo a esta habitación igual a la de mi tía, pero en un museo. Me duele el estómago. Los guardias no permitirían que vomite sobre la alfombra de vaca, o en los objetos recogidos de la basura que ahora son arte. Por su ubicación, por el diálogo y tensión que generan al estar unos junto a otros. Por las intervenciones a la que han sido sometidos.

El guardia se aburre más que yo. Me mira y sospecha. Tal vez esta tipa pasaba por aquí y no encontró mejor cosa que venir a dormir, quizás es una desposeída en medio de estos objetos de tortura que ni idea si funcionan o no.

Soñé que era penetrada por penes de metal y de madera.



Alguien entra en la habitación (el público de este sueño, los extras que casi no se atreven a mirar de cerca los objetos, ni a tocarlos). Está más caliente que el infierno al que me voy a ir.

Cierro los ojos y veo la playita del hotel de Vieques, un paraíso sobre la tierra amenazado por la marina estadounidense. Las voces de los guardias resuenan en el laberinto de galerías. Me despiertan.

El solo hecho de estar sentada aquí es mortificante, luchando entre el sueño y la vigilia, entre el resto de cordura que me queda y la aberración de objetos inocuos que torturan solo a la mente.

A veces ella presentaba un juego nuevo: arrancarme cabellos con el tenedor, vendarme la vista y ofrecer aromas agradables o repulsivos hasta que con arcadas le pedía detenerse. Me aterrorizaban esas patas de gallo que dejaba por doquier y que de adulta vuelvo a ver por todos lados. Se me repiten en los sueños y pesadillas en la sala de espera de mi psiquiatra.

Sueño que alguien dispara contra un anillo en mi dedo. El anillo es de mentira, me dicen. Temo ser herida, el anillo tiene un orificio por donde puede pasar la bala (contengo los pensamientos y las ganas de salir gritando de esta pesadilla).

Al entrar en trance veo de reojo el resplandor del fuego en la tv. Marca el límite entre el sueño y la vigilancia a la que soy sometida. Mi tía coleccionaba objetos, era adicta a poseer. Cada año quemábamos un muñeco en año nuevo. El muñeco representaba cosas malas de las que era mejor desprenderse. Mi tía no se desprendía de nada aunque una vez soñé que señalaba un feto para que se lo botara a la basura, le cuento al psiquiatra para que me diga cómo desprenderme de las pesadillas en que la cabeza de él está siendo quemada en el piso. Su rostro.

*


Todo permanece igual. Los frascos vacíos acumulados con la ansiedad de mi tía. Los restos de efigies de porcelana mutiladas. Las patas de conejo, las plumas. Los cabellos que me ha cortado exhibidos en la vitrina. Los espejos que no muestran nada. La acumulación sin precedentes. La vida de los santos a los que mi tía rezaba.

El visitante mira el fuego en la tv. Mi tía casi nunca terminó los mantelitos que tejía a crochet. Analiza lo que sientes y escríbelo, dijo el psiquiatra y es lo que intento. Muebles viejos, gastados, que para mi tía eran baluartes, mudos testigos de cómo laceraba su cuerpo virginal cada vez con mayor ardor para acoplarse con él, Jesús nuestro señor lo llamaba. El desorden de mi tía era inaceptable. Maníaco depresiva, la diagnosticó el psiquiatra a partir de ciertos detalles que le conté.

El pie del muñeco es tan pequeño. Viste ropa vieja. Me aburro hasta la muerte o el sueño. Todo está en orden. Escarbar en una visión es doloroso a veces. Algunos recuerdos los tengo borrados. Mecanismos de defensa, dice el psiquiatra, para avanzar y seguir viviendo. Yo no quiero ser un santo, le decía a mi tía cuando me vestía con esos trajes monacales y me hacía juntar las manos en actitud de rezo con los ojitos entornados a lo Estanislao de Kotska. En voz alta leía ella los castigos que los santos infligían a su carne. Me daba pavor.

30 pasos en una dirección, 30 en otra. Matar al tiempo. (Los guardias de afuera al menos hablan, echan bromas. Aquí no). Cada uno se entretiene como puede. Apretando y soltando compulsivamente la máquina para contar el número de visitantes, 211. ¿Será posible sobrevivir aquí, quedarse con lo puesto y comer la comida del casino?

Soñé que tenía un tenedor enterrado en la cabeza.

Para dormir prefiero el sillón más viejo. Afirmo la cabeza con la mano derecha, el codo en el respaldo. Al despertar pienso que alguien ha venido a sentarse a mi lado. Pero es el muñeco, inmóvil, como siempre.

Sueño que estoy en una estación de tren, bajo tierra.

Qué vergüenza si los visitantes me ven dormir. Se sueña bien aquí. El guardia toma una foto. Sonrío. La visitante se acerca demasiado a la silla en la que estoy sentada. Puedo respirar su perfume amargo. Hay clavos de los que no cuelga nada. Los guardias esperan ansiosos las seis de la tarde. Todo esto tiene un toque muy pasado de moda, pero hay signos del presente: las metrocard.

Un cuchillo carnicero veo al dormir, uno que no está en la sala de mi tía. Despierto cuando el codo se resbala del respaldo. Tres pasos del guardia hacia la derecha, tres a la izquierda. Un salón de sexo como un museo. Zzzzz el sueño me lleva a otras dimensiones, sueño con letras en cada incendio. La pesadilla consiste en no poder dormir. Despierto con tiritones, el codo resbalando una y otra vez. La escritura se convierte en

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y horizontales-----------------------------------------------------------------------------------------------

cuando caigo en trance

Sube y baja, salta en la palma de su mano el contador de visitas, mientras él se pasea de un lado al otro para evitar malos sueños. El cuerpo del muñeco es de cojín. La carne de yeso pintado. Orejas y nariz modeladas en el mismo material. Boca, cejas, barba y cabellos pintados en colores más oscuros. La del perfume amargo ha vuelto para mirar más de cerca los objetos y frascos con los que querría decorar su casa. Poner el tenedor con el que comió tallarines clavado a la pared. Colgar de su cuello esos metales pesados. Peinarse con cepillo de clavos hasta hacer su cuero cabelludo sangrar.

La tía leía revistas pornográficas para excitarse y luego, según ella, aplacar el mal con azotes. También me hacía verlas. Los santos, probablemente, eran unos grandes pecadores. Sentían placer extremo al provocarse heridas o introducirse objetos contundentes por el culo. Quería que yo fuese un santo y en parte lo soy. Sólo que no creo en Dios. Soy escéptica. ¡Ascético!, gritaba ella con lágrimas en los ojos. Escéptica le respondí cuando tuve uso de razón y huí de ella y sus hábitos de solterona pechoña. Me sigue gustando tejer al crochet, cómo no, coser a máquina y como ella de vez en cuando lacerar mi carne por puro placer. A mí no me vengan con cuentos. Aunque si el Señor quisiera poseerme cómo me llenaría de gozo y devoción. El Señor esté con vosotros. Y con tu espíritu.

Por Alina Reyes, escritora invitada a crear un texto de ficción en torno a Chambers of Delights, instalación que Juan Betancurth presentó en el Museo del Barrio como parte de la Bienal The (S) Files.