16 mar 2004
una noche en la frontera
Ciudad Juárez.-
Estamos en el límite. Asida al pretil del puente Santa Fe veo correr el agua sucia del Río Bravo y vuelvo a sentir una corriente eléctrica. Esta no soy yo, me digo, frente a unas uñas pintadas de rojo que desconozco. No soy migrante, no soy obrera de la maquila, no soy familiar de alguna de las asesinadas, no soy habitante de la urbe fronteriza. Sin embargo, caderas enfundadas en seda negra, tacones y labios rojos, ingreso en la noche juarense como pez en el agua.
En el Noche y día bebemos cerveza helada a 12 pesos mientras otras mujeres se desnudan por mí. Alguna enseña los rastros de un parto reciente. Rumbo al baño está la sala que juega el papel de camarín. Yo juego a ser otra. Ellas a emborracharse antes de volver al hogar y convertirse en amas de casa hasta la noche siguiente. Intento entrevistarlas en vano; la conversación se aleja del periodismo formal cuando les pido un sorbo de sus chelas. Literal y metafóricamente este viaje ha roto cualquier esbozo de discurso periodístico. Sólo puedo hablar de la noche y el día, tal como el nombre de este table decadente donde vimos a un hombre solitario degustar el espectáculo en primera fila. Como un enamorado que espera a su novia.
Por ellas no sólo tuve que romper los periódicos y recortar las únicas palabras coherentes: un cuerpo más, doble vida, sin identificar, su ropita. Un texto define la performance como proclive a examinar de manera crítica las técnicas de seducción, desesperando durante el proceso a los espectadores. De alguna forma, es lo que hacemos al adentrarnos en la noche. Recorro la Avenida López Mateos con el vestido desgarrado, dejando una marca invisible que sólo registra la cámara de Toño Juárez. Antes de esfumarse, las increpaciones de los hombres quedan grabadas en nuestros oídos, a la manera de una banda sonora.
Aquí la violencia no se ve; se siente. Se adivina también en ciertas medidas del gobierno estatal, un tipo de toque de queda encubierto, una invitación obligatoria a recogerse temprano para no ver lo que puede ocurrir más tarde. El alcohol lo venden hasta las 9pm. La noche juarense concluye a las dos de la mañana y nadie parece acostumbrarse a la idea. Al menos nuestros anfitriones discuten en una esquina dónde terminar la juerga. Cansada, me encargo de recordarles que ya no hay donde ir. La gente comienza a regresar a casa, las calles van quedando vacías, los gringos vuelven caminando a El Paso; los vemos ingresar al puente señalado por una cruz llena de clavos. Una por cada asesinada en estos diez años, explican los locales; más de trescientas. De las cuatro mil quinientas desaparecidas ni siquiera un rastro. La muerte es una palabra, no parece esbozarse fuera de estas cruces, y del miedo.
Señales
De pronto aparecen a pleno día. Un rosetón negro en la puerta de la señora Norma Andrade; el cuerpo de su hija apareció desarmado hace tres años. Un baldío. Otro. Kilómetros de desierto. Pero la noche borra los rastros del día. Desata lo escondido. El abanico de posibilidades que se abre en la frontera. En el Bajarí los chicos del show se desnudan ante un público surtido, la mayoría homosexual. Enseñan curvas y músculos, bailan al ritmo de la música, se dejan tocar y besar el miembro. Hombres y mujeres te agarran por la cintura y por el culo sin pedir permiso. Repetidas veces. Uno agarra mi pezón derecho. Respondo con un manotazo olvidando el contexto, lo que puede significar un golpe en esta urbe. El tipo se disculpa, que en realidad quería agarrar el trasero a otro chavo; mientras lo dice, efectivamente le da un pellizcón. Alguien ofrece su asiento para rescatarme. Quedo de espectadora, de pez en la pecera.
A la hora de elegir, los falsos gays prefieren sacar a las chicas heterosexuales. Bailes demasiado osados que no cualquiera puede seguir. La artista visual Lorena Orozco improvisa una coreografía que la hace pasar de dominada a dominante. Concluye su pieza doblando al chico en dos y pegándole un caderazo en el culo lo arroja lejos del escenario. A otras los tipos se les sientan encima. Mi personaje observa desde la mesa. Su juego es desvelar artificios. El suyo propio. Por eso tuve que cortar mi vestido y ropa interior, regalar los cuadrados de seda negra que al menos uno guarda en una cajita. Pero los recuerdos de la noche juarense no caben en ninguna caja.
Ni los del día
En el Hospital de la Familia conversé con unas chicas que trabajan en la noche. Dos de ellas en el Virginia´s, otro table dance de la ciudad. Fui a visitarlas con el sociólogo Jorge Balderas, el aire se puso espeso y había que cortarlo con cuchillo. El mesero nos llevó casi a la fuerza a una mesa para preguntar en voz demasiado alta qué queríamos. Después nos escoltaron a la puerta cuando no quisimos beber nada. Las chicas no podían hablar. Decir que escribía para un periódico tensó más la situación. A la salida Jorge y el mesero discutieron quién era el primer presidente de México. Mi amigo dijo Moctezuma; el mesero se indignó y esta vez sí gritó. Insistía en que él-po-día-res-pon-der-cual-quier-co-sa-que-qui-sie-ra-saber. No comprendió que era imposible; yo quería saber cómo es ser mujer en Juárez y que no lo dijera un hombre. Huimos.
Sin responderse del todo, mi pregunta quedó dando vueltas. Tuve que morderme la lengua. Durante dos años Jorge había entrevistado a trabajadoras de la maquila. Muchas migraron de sus lugares de origen para recoger los restos del sueño americano, que alcanzaban también a este lado de la frontera. Armando piezas de maquinarias para las transnacionales se incorporaron al trabajo. Dejar sus pueblos significó un cambio de décadas. Se liberaron, ya no tenían que pedir permiso a nadie, ni siquiera necesitaban un hombre para formar una familia. Esos avances y el retroceso que implicó la aparición de un nuevo término, feminicidio, parecían dos caras de una misma moneda. Alguien la lanzaba al aire para decidir la suerte de las juarenses. Las autoridades y los medios de comunicación aprovechaban las muertes para invitar a las sobrevivientes a cerrar la puerta de la casa, la boca, el escote, las piernas.
Alargar la falda y evitar la noche
Encontramos al resto de nuestros amigos en El Open, un ambiente algo más tranquilo con cervezas de a litro y mesas de pool, que debimos dejar cuando se pusieron a barrer y apagar las luces. El día se comía a la noche, intentaba borrar sus estragos. Los ojos insomnes no los borraba nada. Aún así, la mayoría madrugó para viajar hasta el desierto, quemarse las plantas de los pies, subir y bajar dunas. De regreso, una de las últimas acciones fue un tour. La voz del profesor de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez nos relató historias de motel y la intensidad de su vida sexual cuando trabajó en la maquila, eludió referirse a siete cruces a un costado del camino, habló sobre los yonkes y la casa de Juan Gabriel a nuestro paso. El bus se detuvo en el Noa Noa, recientemente quemado. No hubo ninguna historia para aquel lugar vacío.
Comparado con esa primera salida nocturna, el Segundo Piso nos pareció inofensivo, individualista, moderno, tranquilo, irreal. El Nomo´s buena onda, para conversar relajado con desconocidos; además contábamos con la hospitalidad de los dueños. La verdadera noche juarense parecía estar en otro lado. Participábamos en un festival de performance, pero las acciones más intensas y perturbadoras ocurrían al cruzar sus límites y perderse en ella. En las luces de la ciudad desde el barranco hasta el que nos llevó Jorge, en las calles que videograbamos por las ventanas de su coche, en los locales de los narcos. En las orillas del río, justo en el frontera. En todos los hoteles cuyas puertas no traspasamos. En mi mano aferrándose al pretil del puente. En esas mujeres que no soy.
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