la corbata roja anudada a su cuello que nunca aceptó amarras.
en la iglesia sólo pensaba en su risa desenfadada, en su humor negro, el mismo con el que preguntó si el pasillo del hospital por el que transitábamos hacia la sala de operaciones era el túnel de la muerte, el mismo con que nos cantó las últimas canciones de su repertorio en el ascensor rumbo al pabellón; pensé en su risa y por eso no importó que el sacerdote apenas lo mencionara, ni dijera nada de sus 91 años de vida, de su paso por el campo de concentración en Chacabuco al que llegué a visitarlo en brazos de mi madre -hazaña con que me lo gané para siempre sin tener arte ni parte-, del tren que tomó en el pueblo sureño con un boleto en el bolsillo y la instrucción de no perderse para venir a la capital como estudiante pobre y esforzado del internado Barros Arana primero, de la escuela de ingeniería de la Universidad de Chile después, de sus flirteos con los números primos, de sus estudios sobre aguas subterráneas, de su suerte envidiable que lo llevó a ganar la polla y que aún alcanzaba para obtener premios más módicos como los billetes pegados en el cajero -la misma suerte que le pedí heredar-, de sus amigos bohemios escritores, científicos y artistas, de su pasión por el Quijote, Las mil y una noches, por el vino tinto, Bach y la música clásica que aprendió a leer y a tocar en flauta traversa, y que nunca escuché porque mi héroe de infancia había perdido los dientes y ya no podía interpretar sus melodías favoritas, sólo esucharlas incansablamente y a todo volumen; sí, seguro él se hubiera reído de ese ritual insulso y tan ajeno, él, que no creía pero a veces un poco, influido por mi abuela y por la manda que le dejó encargada antes de morir, entonces tenía que llegar cada jueves hasta el centro de Santiago y prender velas a la virgen de Pompeya, la misma a la que yo igualmente pagana le pedí por su salud un jueves cuando ya era tarde y un mundo comenzaba a desvanecerse para mí, el de las historias que anoté en un cuadernito verde, de personajes excéntricos como la tía Doralisa que había heredado una fábrica de pasteles y llegó a pesar mucho más de 100 kilos por comérselos todos y ya no cabía en ningún coche tirado por caballos, entonces debía desplazarse caminando con una empleada que le llevaba una silla para que parara a descansar, el de su amigo Marcialito ahogado en el río Llollelhue donde era tan grato nadar, el del Chalila compañero de primaria, estudiante aventajado y pobre al que mi abuelo envidiaba por andar descalzo y trató de imitarlo pero le dolieron los pies, el de su abuela Carolina Smith que le dio el toque inglés a su familia. historias que prometo contar después como quien entrega un tesoro.
1 comentario:
el postre de la foto se ve riquísimo. ya veras cómo el abuelo va a resucitar...
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