la escritora entra en la tienda fina, toca telas que desconoce, entra el probador. al probarse la pollera violeta con puntitos y la blusa negra, ella misma se deslumbra. Es el traje para impresionar, decide. La alarma es una delgada etiqueta cosida a la ropa que debiera ser cortada con una tijera. No se le ocurre con qué rasgar esa tela gruesa, registrar los bolsillos del bolso y aparece un encendedor. Cuidando no quemar el traje ni despedir olor a plástico quemado, logra separar la alarma de las prendas.
Con su nuevo tesoro en la mochila, llega hasta el Central Park. Se sienta frente a un lago descalza, contesta el teléfono, enciende un porro, fuma, ojea el libro de Reinaldo Arenas en la parte en que él se encuentra cortando caña en un campo de concentración. Fuma, cierra los ojos, toda la energía de la tierra fluye por sus venas. Recuerda las ruinas en Chiapas, recuerda a la gente. Por un minuto siente ganas de volver. Pasar una temporada larga en una comunidad zapatista. Escribir otro diario. El de entonces.
Atraviesa el parque, deja la naturaleza prefabricada por el hombre. Cómo explicaría a un niño zapatista que los gringos construyeron un parque con árboles y lagos en medio de la ciudad para que no fueran sólo edificios y espejos. Sin duda el traje robado en Ann Taylor, no sería parte de su equipaje en aquella nueva aventura. Entra al edificio de Warner. Va a la librería, mete dos libros en su bolso. The Sheltering Sky, de Bowles, para ella; uno de Bukowski para Patricia, la pintora. Baja al supermercado orgánico, toma dos bandejas de sushi, un té verde frío. Al salir por la caja mira hacia otro lado, con seguridad. Si se tiene que ir el mundo al carajo que se vaya.
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