(Paul Bowles, The sheltering sky) Al recordarlo era como un sueño o una película. Para ser franca así había sido toda la estadía en aquella ciudad signada por los rascacielos. Sobre todo esa noche. La invitación misteriosa del amigo que pidió mantener su identidad en secreto. Varias veces se había jactado de asistir a orgías, historias que oí como quien ve un filme, sin dudar ni creer, embelesada en la narración, en su ritmo agitado. Hasta que recibí la invitación.
Fue poco antes de marcharme, como una despedida para que no olvidara lo que otro hombre dijo en otra fiesta muy distinta “Nueva York nunca se repite”. Dejarse extraviar en sus calles era como apretar el control remoto para sintonizar fragmentos de programas disímiles que nunca verías por completo. Pero yo era una voyeur cada vez más asumida y me conformaba con eso: una imagen, el esbozo de un relato, la intimidad de otros entrevista al menos un instante.
Todo es muy respetuoso, prometió el amigo, no tienes que hacer nada que no quieras, nadie va a molestarte y puedes emprender retirada cuando desees. Acepté. Hacía frío en la 33 con 5a Avenida, donde nos encontramos. Como venía de otro sitio no tuve tiempo de cambiarme. Zapatillas, chaqueta y jeans; lo único que enseñaba era un poco de escote. T, sobreestimulado, tardó en dar con la dirección. Adiviné que estas fiestas lo ponían nervioso.
El edificio no denotaba nada fuera de lo común, al igual que las parejas en la puerta y el ascensor. Dijo que había solicitado mi compañía porque era necesario asistir en pareja, sin embargo, intuí que quería ponerme a prueba. Al principio pensé se trataba de una broma, y que luego nos iríamos a cenar a otro sitio. Pero esto era real, aunque en mis recuerdos permanezca como el resabio de una noche de juerga tras haber ingerido demasiadas drogas o alcohol. En mi caso los nervios o la ansiedad me llevaron a comer en forma compulsiva.
La entrada a la fiesta ascendía a 150 dólares por persona, pero mi amigo le pasó sólo 80 por los dos a un tipo que conocía desde antes. Aunque el apartamento no era muy grande, tenía múltiples recovecos que en el momento propicio acogerían con comodidad a los participantes. Algunos al principio muy tímidos, otros más desinhibidos. Estas fiestas lograban gatillar actitudes inesperadas. También en mí.
tiraderos
T jugaba el papel de un guía turístico algo abyecto. Me condujo por los cuartos enlazados como en un laberinto (uno más en New York), cada uno presidido por camas enormes; verdaderos tiraderos, los definió mi guía. ¿Qué pasa si te veo en acción?, pregunté. Me daría vergüenza, respondió. Propuse evitar acercarme y fui a la barra por un vaso de agua, más pistachos, otro trozo de pastel. Los promotores de la fiesta preparaban un show para abrir el fuego. El hombre de la puerta con la peluca gris cruzó sus profundos ojos del mismo color con los míos.
En el medio de algunas mujeres ligeras de ropa y gente conversando o bebiendo los promotores comenzaron a explicar las reglas del juego, al tiempo que desplegaban un colchón. Regla número uno: todos deben usar preservativo. Los adminículos de látex habían sido dispuestos en cada rincón del recinto. Una chica con cuerpo de quinceañera se tendió de espaldas. Su partner de sexo masculino acercó el miembro a su boca. Otra chica rubia llegó portando un pene de plástico amarrado a la cintura con el que empezó a estimular a su compañera al tiempo que le succionaba las tetas. Ese era el cuadro plástico. El tipo penetró a la mujer delgada, la rubia continuó lamiéndola y luego le introdujo el falso miembro por atrás. En ese momento pidió candidatos que continuaran. Me aburría soberanamente que trataran a los asistentes como niños en una clase de pornografía, dando ideas de cómo follar en grupo.
Dos hombres bastante poco agraciados se bajaron los pantalones. Los tipos no lograban la erección por lo que recibieron ayuda, luego se turnaron para penetrar a la chica, que se comportaba como si estuviera en el gimnasio. Casi ni alcancé a pensar en la falta de emoción de la escena cuando las ropas de la concurrencia desaparecieron para descubrir cuerpos envejecidos, entrados en carnes o en el caso de las mujeres, con algunas cirugías, sobre todo en los pechos. Un hombre fue por su plato, su estatura era escasa, vestía calcetines y zapatos. No pude evitar mirarle un miembro minúsculo colgando de unos gemelos excedidos en tamaño. Imaginé una película de Jodorowsky. Nadie lograba llamar mi atención. Esquivando a las parejas que se metían mano logré sentarme un momento. Un tipo se acercó. You want to try me?, preguntó. No, I came only to watch. Todo muy respetuoso, tal como mi amigo había advertido. Lo divisé de espaldas y arrodillado frente a un grupo desnudo. Desde mi palco podía ver la mitad de su cuerpo. Nos hicimos señas riendo. Salí a dar una vuelta por las habitaciones.
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