
La mayor parte del tiempo lo dejamos ir viendo llover desde la camioneta, escena que tenía cierto encanto. Cuando el agua disminuía su intensidad, bajábamos a las diminutas plazoletas para recoger papeles del suelo con unas palos largos que imitan el movimiento de las manos. La exploradora y yo hacíamos un equipo, a veces ella recogía mientras el carrito o la bolsa de basura eran arrastrados por mí. De pronto una ventolera me hizo imaginar que realmente estábamos en la Patagonia. El mal tiempo fue una suerte, de lo contrario deberíamos barrer los puntos verdes en la parte baja de la ciudad, pero no lo hicimos. Las horas de trabajo nos fueron recortadas en dos horas menos. Almorcé unas semillas de girasol robadas en un Delhi chino, lo lamento, pero no tenía un peso. Comí en la casita de uno de los jardines junto a otros funcionarios más pobres que yo, ellos se alimentaban de coca-cola, papas fritas en bolsa, y unos pocos engulleron además un sandwich hecho en casa. Una hora para comer. Después rellenamos el tiempo dando más vueltas en camioneta, viendo a la gente que se les volaban los paraguas negros, algunos pocos rojos, entre los avisos publicitarios y las caras de unos tipos pintadas de azul anunciando una compañía de teatro. Tras limpiar el último jardín, el tipo amable nos dejó en el subway. No te pelees más con el novio, me dijo, ya encontrarás a alguien mejor, lo mereces.
1 comentario:
Alina, me es muy grato leer cada tanto tu bitácora americana. Hace poco definí tu blog como los escritos de una corresponsal y sobreviviente. Lo primero está muy claro, pergeñas apuntes mientras te desplazas; lo segundo me gusta creer que se va haciendo no sólo con lo visto, sino con lo que sobrellevas mientras insisten en vivir. Recuerdo, un comentario tuyo, hace unos años atrás, acaso en la subida de Chucre Manzur, hablando sobre tener que soportarse, incluso, a uno mismo cuando se viaja sin más compañía que nuestra sombra. Nunca lo olvidé, y me hace pensar que este diario a veces te acompaña.
Saludos
Roberto.
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